Por Manuel Hernández Villeta/ A Pleno Sol
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Opinión |
Se inicia la marcha de la fanfarria y de
la fantasía. La ilusión de muchos, el horno donde unos pocos logran grandeza y
riquezas. Las elecciones nos lanzan a una tierra del Nunca Jamás, donde la
mentira es verdad y la verdad es lanzada al zafacón.
Si la historia se estudia y se
convierte en piedra de investigación y de actualización, si la historia es hoy
y no ayer, entonces todas las elecciones constituyen una falsa, donde solo
importan las promesas, el puño levantado, la voz en alto, la música, los corifeos
y esa esperanza eterna de los de abajo vivir bien por un día.
En las elecciones gana una élite, la
cabeza, el grupo gobernante, los que están en la parte del alfiler que no es
punta de lanza. La mayoría son los soldados de a pie, los que dejan los campos
de batalla llenos de cadáveres, y los que siempre piensan que mañana será un
mejor día.
Es una pena que las elecciones sean un
ejercicio normado por el poder de los que tienen. Un pie por suelo es difícil
que pueda aspirar a un puesto público, cuando se deben invertir millones por un
simple cargo de concejal. Muchos se consuelan con la idea de que cada persona
es un voto y que todos valen igual en el día de los conteos.
En sociedades marginales, del mal llamado
tercer mundo, es difícil que todos sean iguales, aunque sea por un momento.
Esa igualdad nunca puede estar en la medición de un buen rasero. El hombre es
cuestionado por sus lagunas culturales, por su analfabetismo, por su hambre,
por su exclusión. El sonar de las tripas hace crecer las barreras. Unos votan
para mantener su sistema, los otros con la esperanza de que el pan les llegue
una vez al día.
Talvez en los sistemas electorales libres
se consagra la idea de que la mayoría es minoría. Las familias tradicionales
tienen en sus bolsillos la carga mediática de mover los hilos de la
política. Son una minoría en número, pero tienen los resortes suficientes para
poder disparar a la otra hacia el espacio que quieran.
Para pensar que algún día un voto sea un
hombre o una mujer, que todos sean iguales, se tiene que acabar con esa
distribución odiosa de la riqueza, en que el poder de los pesos dobla el
espinazo a todos los excluidos sociales.
Es la hora de la barbarie cuando un
iletrado tiene que pensar, como puede haber equidad de juicio si un hambreado tiene
que sobreponerse a sus angustias internas. Sin pan, sin educación, sin techo,
sin trabajo, sin deseo de vivir, no puede haber igualdad, y menos que
el voto sea igual y con el mismo valor para todos.
La democracia se sustenta en una real
integración social, política y económica. Con estas divisiones y
exclusiones dictadas por la riqueza de pocos y la miseria de muchos,
el día de los votos no todos seremos iguales.
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