Entre Melitón y Jorge Manrique


Por: Rafael Peralta Romero/Voces y ecos

Opinión
La muerte no suele ser tan puntual como se le atribuye. Es muy evidente que se le escapan sujetos muy calificados para viajar a las profundidades  del averno  y siguen de pie haciendo lo que saben hacer: maldad.  Unos empobrecen al pueblo mientras se apropian de los bienes públicos, otros desangran al prójimo para robarle unos pesos.

Caprichosa, eso sí que es la muerte. Y como tal, carga frecuentemente con los seres menos indicados para dejar este mundo, porque viven para el bien, porque son útiles a la sociedad, porque su actuación los hace necesarios. Esos son los seres que se lloran con palabras como éstas: “Cuando la rosa muere /deja un hueco en el aire /que no lo llena nada…”

Son versos de Franklin Mieses Burgos. Pero mi tío Melitón, un hombre de pocos estudios y mucha intuición,  piensa que la muerte no actúa por sí misma, sino que Dios es quien obra a través suyo. Por eso proclamó una vez que Dios estaba loco a propósito del fallecimiento de un joven pariente que a su juicio no estaba para morir en ese momento.

Ante un auditorio absorto, mi tío estableció un parangón entre  individuos fallecidos y otro familiar de esa persona que permanecía con vida. “¿Usted sabe lo que es Fulano muerto y Zutano vivo…?” Y así enumeró seis parejas  de buenos (muertos) y vivos (malos). Quienes lo oían pensaron que tenía razón, aun proclamasen que no le deseaban la muerte a nadie.

El martes 10 de este mes nos fue arrebatado Luis Alfonso Montás Castillo, un hombre de bien, de trabajo, de inteligencia, de su familia y de sus amigos.  Si la muerte me  hubiese consultado, habría salido gananciosa, pues yo le  habría sugerido dos  presas en lugar de Luis. Pudo llevarse un malhechor de saco y corbata y un delincuente callejero.

Este viernes, a las seis de la tarde, se oficiará la misa por el novenario de ese buen ciudadano. Será en la iglesia Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, en calle San Pío X, Los Cacicazgos. Ante la realidad insoslayable de la muerte,  solo la fe cristiana  ofrece una esperanza superior: la confianza de la inmortalidad. Por eso oramos  por nuestros muertos.


Hace mucho leo las Coplas de Jorge Manrique  por la muerte de su padre (1440-1479). Grandeza lírica y profundidad filosófica  las caracterizan: “Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar al mar /que es el morir”. La diferencia  de Manrique con el filosofar de mi tío es la rebeldía de éste ante la muerte. Frecuentemente  mueren los menos  indicados. 

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