Por Francisco Luciano
Opinión |
Hay horas bravas,
momentos difíciles que no quisiéramos tener que enfrentar. Este es
uno de esos.
La muerte como ley de la
existencia resulta inevitable, es solo que cuando te llega cerca, te resistes y
te embarga una tristeza indescriptible. Cuando se presenta a
destiempo, se convierte en un remolino de sentimientos encontrados y te resulta
cuesta arriba encontrar las palabras adecuadas para explicar lo que
sientes.
No imaginé que tendría
que vivir este doloroso momento. Jamás se me ocurrió que tendría que asistir al
funeral, de mi hermano, mi amigo, camarada y compinche de toda la vida.
A Ernesto, le conocí por
vía su hermano Gerónimo, quien era mi compañero de tercer grado en el
Colegio La Hora de Dios, para entonces, deberíamos tener diez años de
edad. Desde ese momento hicimos empatía y dejamos sellada una
amistad que nos hizo inseparables, hasta el punto de que ni
siquiera las querellas políticas lograron distanciarnos.
La casa de Doña Lidia y Don
Mario, se convirtió en un refugio, donde fui acogido
como un hijo más y donde encontré junto a Ernesto y Gerónimo, a
otros hermanos, como lo son para mí: Eduviges, Félix, Isidro y Edwardo.
Cuando decidí
enrolarme en las filas del Partido de los Trabajadores Dominicanos (PTD), Ernesto, Juan Ramón Mata, Vicente Torres y otros
entrañables amigos, dimos el paso junto. Situaciones y cosas de la
vida y de la política, nos colocaron en proyectos distintos, más nuestra
amistad y afectos se mantuvieron intactos.
Fui testigo de sus fiebres de
amor por Mercedes, en más de una ocasión le acompañe en su peregrinar
hasta la comunidad del Carril, tuve la oportunidad ver cómo
desarrollaron su familia y palpe el orgullo que sentía por el
desarrollo y los progresos académicos mostrados por sus hijas
Ana Erla e Ysis.
Le vi crecer como ser social,
como el ser humano decente que siempre fue, hasta convertirse en un
intelectual progresista, estudioso de los problemas sociales, siempre en busca
del bien colectivo, abogando en todo momento por una sociedad con más
inclusión social para los dominicanos.
Luego le vino la enfermedad
que hoy nos lo quita, y cuando me ofrecí para ser evaluado como posible
donante, me descartó con templanza recordándome, mi diagnóstico de
hipertenso crónico. Cuando me notó compungido, puso su mano
sobre mi hombro y me dijo: “Caballo, no se aflija, que vamos a ganar este
pleito” y todavía recuerdo esa sonrisa de esperanza, que mostraba su dentadura
y ocultaba sus ojos.
Todos pudimos comprobar su
determinación y actitud firme frente a una enfermedad a la que no se le
acobardó, ni aun en sus últimos momentos.
Puedo testimoniar que
cuando pude verlo en la Unidad de Cuidados intensivos del
SEMMA y me dijo: “Caballo, esta infección no cede y posiblemente estoy librando
mi última batalla, pero si logro salir de aquí, te prometo que seguiremos
combatiendo juntos.”
Asi era este amigo:
obstinado, valiente, consecuente, siempre positivo,
insistente y a veces terco, pero eso sí, con una capacidad para darse a
querer por quienes le tratamos que parecía mágica. Poseía la
excepcional cualidad de hacer nuevos amigos y conservar a
los viejos amigos.
Señores, puedo dar fe de
que estamos ante los restos de un hombre de férreas convicciones,
que nunca se anduvo con medias tintas, de un combatiente
revolucionario que apostó a la posibilidad de construir una República Dominicana
con menos pobreza y mejores oportunidades para sus ciudadanos.
Este fue un hombre
correcto y no dudo que tuviera sus propios defectos, pero si los tuvo,
créanme y lo digo con toda honestidad, nunca los vi.
Descansa en paz mi noble y
consecuente amigo.
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