Por Francisco Luciano
Sentado en su vieja silla de guano, tejida con la paciencia de manos campesinas, don Apolinar Merete observaba el ir y venir de las gentes por la calle principal del pueblo. Su modesta casa, ubicada en la orilla del camino que conectaba el corazón del pueblo con el mercado municipal, era como un palco privilegiado para presenciar la vida cotidiana. Desde allí, nada escapaba a sus ojos cansados pero agudos, ni a su mente, que, como buen pensionado del ejército, había aprendido a leer entre líneas y a desconfiar de las apariencias.
Don Apolinar, con sus muchas canas y un rostro curtido por los años, conocía al dedillo los dichos populares: al cojo lo conocía sentado, al ciego durmiendo y al gago cantando. Esa mañana, sin embargo, algo en el ambiente le parecía distinto. El flujo de compradores rumbo al mercado era más lento de lo habitual, como si una sombra de resignación pesara sobre los pasos de los vecinos. A primera hora habían pasado varios contingentes policiales, con sus uniformes impecables y sus rostros serios, seguidos por camiones del Plan Social cargados de cajas que, según rumores, contenían más promesas que soluciones. Más tarde, una caravana de vehículos negros, con sirenas estridentes y vidrios tintados, irrumpió en la calma del pueblo, dejando una estela de polvo y curiosidad.